domenica 14 luglio 2019

COMO THELMA Y LOUISE (Vers. Esp.)



 — ¿Te acuerdas de la peli Thelma y Louise?
  Eva, mientras habla, mira la línea ondulada que separa el agua del cielo, con una mano apoyada en la frente para protegerse del reflejo del mar. La luz del sol sobre las olas lo cubre de diamantes cegadores. Con la otra mano se sujeta el velo detrás de la nuca, el viento se lo pega a la cara, lo hace volar sobre su cabeza, se lo ciñe alrededor del cuello.
  —¿La película de la rubia y la pelirroja? ¿las que se escapan en coche? —pregunta Ana.
  —Sí, sí, esa misma.
  Ana está sentada en el borde del patín de pedales con la mano dentro del agua. Hay medusas alrededor de la barca, pero no le dan miedo. Las especies que nadan cerca de aquellas orillas no hacen ningún daño. Ana mueve los dedos debajo de las ondas, dibujando círculos. Respira profundamente el aire salado y se vuelve hacia su amiga.
  —La vi hace mucho tiempo. Casi no me acuerdo.
  —Escapan de sus hombres, como nosotras. Un día se rebelan y huyen. Quieren ser libres y fuertes, no quieren aguantar más, ¿sabes? —Eva habla sin resuello. Han pedaleado durante más de una hora, con el sol y las prisas incendiándoles los hombros blancos, hasta que la playa se les ha antojado suficientemente lejana, apenas una rayita oscura tras ellas. —Quítame las horquillas, Ana, por favor.
  Se sienta en el espacio vacío detrás del asiento, de espaldas a su amiga. Mientras conversan, Ana le desgrana uno a uno los pasadores de alambre que sujetan el velo al complejo peinado.
  —Se escapan porque se han cansado de ser el sexo débil, de obedecer —sigue diciendo Eva.
  —¿Quieres que te lo quite todo?
  —Quita, quita. Me duele la cabeza de tener los rizos aplastados. —Cuando apoya los dedos detrás de las orejas para frotarse la piel se da cuenta de que ha perdido los pendientes de su abuela, la única herencia material de aquella mujer dura y especial—. ¿Me estas oyendo lo que te digo? Les pasan cosas y tienen que huir de la policía porque saben que, como son mujeres, llevan todas las de perder y nadie las creería nunca, nadie pensaría que no se lo han buscado. De todas formas el jefe de la policía lo sabe y las quiere ayudar, pero ellas siguen escapando y escapando causando más desastres durante el viaje. 
  Ha hablado sin parar, como si estuviera dentro de la película.
  Entretanto Ana, con sus dedos finos y pacientes, ha logrado liberarla de las decenas de horquillas plateadas que va apoyando a su lado sobre el suelo blanco de la barca de plástico. Le quita el velo con cuidado. Es una tela de dos metros, en la iglesia cubría toda la espalda de la esposa, deslizándose sobre la falda y serpenteando sobre el frío suelo de mármol.
  Los invitados habían admirado el tul delicado, finamente bordado de pequeñas flores. Seguro que todo había costado una fortuna, aquel vestido y la absurda fiesta. Aun así, Eva no le había parecido nunca tan guapa. Pero ahora el velo estaba mojado y sucio, después de la carrera por la playa, después de haber empujado sobre la arena el hidropedal hasta el agua, subiéndose rápidamente con los vestidos arremangados y dando ridículos saltos. Ana sonríe recordándolo, dobla el velo varias veces con cuidado y se sienta encima para evitar que salga volando. 
  Luego coge la trenza de Eva entre las manos y la acaricia con los pulgares. Está cubierta de minúsculas rosas blancas.
  —¿Que hago con estas flores? —pregunta, empezando a quitarlas una a una.
  —Dámelas, Anita. —Sin darse la vuelta abre la mano derecha con la palma hacia arriba. Quedan todavía restos de sangre debajo de las uñas y entre los dedos. Al fin y al cabo, se le habían manchado poco.
  Mientras las rosas caen, los rizos saltan fuera de la trenza como pequeños muelles enloquecidos. La brisa los hace girar y anudarse entre ellos. Buscan el rostro de Eva, mezclándose con la arena y la sal de la piel, la acarician como látigos ligeros.
  —¿Tú sabes lo que les empuja a seguir con su fuga? ¿por qué tienen menos miedo de seguir adelante?.
  —¿Por qué? —Ana le pasa a su amiga las florecillas, una a una. Es una gestualidad que la relaja, quitarle los adornos de la cabeza sentada sobre el balanceo de las olas. Recibe en su cara como un regalo la melena alborotada de Eva, los cabellos entre los labios. Advierte todavía el perfume del champú a pesar de las carreras y el tiempo que han estado sentadas en el patín lejos de la costa.
  Eva se levanta para responder. Tiene el pelo completamente desordenado. El viento le descompone el escaso tocado que le queda, la melena azota su cabeza una y otra vez haciendo volteretas. Mientras lanza con parsimonia las rosas al mar, una a una, dice:
  —Porque finalmente son ellas mismas. Porque han catado la libertad. Porque han descubierto que son fuertes y capaces de hacer suceder cosas. Han degustado el placer sin remordimientos. Las ganas de hacer por hacer. Descubren que no hay que dar explicaciones a nadie por cada cosa. Son libres, ¿sabes Ana?, libres. Cuando se prueban ciertas cosas es dificilísimo volver atrás. 
  El vestido vibra contra su cuerpo, siente cómo le arden las mejillas y la garganta, le escuecen los ojos. No sabe si por la sal del aire o la de las lágrimas. Para alejar las ideas lúgubres y los recientes recuerdos de esa mañana, empieza a reír fuerte, sobre el murmullo del mar calmo, sobre el fragor de las gaviotas y el poniente. Ríe y arroja hacia arriba las pequeñas rosas que quedan en su mano. El viento se lleva lejos la mayoría, pero otras caen en torno a las chicas, una cuantas en el suelo y unas pocas en el mar. Flotan alrededor de la barca como migas de pan. 
  Ana las mira fijamente, se deja hipnotizar con el mentón apoyado en las manos. Un pececillo se acerca e intenta tragar alguna flor, escupiéndola enseguida. Estalla en carcajadas, con una hilaridad histérica, como su amiga. Pero Ana, las ideas lúgubres, sabe ya desde hace tiempo como mantenerlas alejadas. 
 —¿Y si nos damos un baño? —propone mientras se baja los tirantes del vestido rosa. 
  ¿A quién le importa que se vea la braga enorme que ha tenido que ponerse debajo de aquel ridículo vestido para disimular la cintura? Allí no hay nadie. Ningún idiota puede ver su piel blanca y carnosa. Solo Eva, la única que, cuando la oye gimotear, dice todas las veces “¿Pero qué gilipolleces se te ocurren?”. 
  Se desnuda rápidamente y salta dentro del agua tibia de septiembre.  
Nada en círculos, sin alejarse, y cuando llega delante de su amiga mueve con fuerza las piernas logrando mojar apenas el dobladillo de la larga falda blanca.
    Eva se quita los zapatos de raso y los despide lo más lejos que le permiten sus brazos fuertes.
Las sandalias vuelan sobre las olas cayendo algunos metros más allá con un golpe sordo contra la superficie del agua y sin salpicar. Pone los brazos en jarras y respira profundamente. El sol le ha quemado los hombros y, a pesar de la brisa, siente el cuerpo incandescente. 
  —Ana, ¿tú sabías lo de tu marido? —dice mientras se quita las medias.
  —¿El qué? ¿Lo de las prostitutas? Sí, me lo había dicho él. Venga, tírate, ¡el agua está estupenda!
  Eva se mueve dentro del vestido de novia intentando girarlo hasta que el cierre posterior aparece entre sus manos. Manipula despacio los pequeños botones maldiciendo las uñas largas. Se mira los restos de sangre y los pequeños arañazos en los nudillos y se pregunta si quedarán trocitos de piel debajo de su bonita manicura. 
  —Tú no has hecho nada — le dice a Ana.— ¿Y tu madre?
  —Mi madre dice que es mi marido y que me tengo que aguantar. Me ha visto el ojo negro más de una vez y no me ha dicho nunca nada. Además, faltaba poco para tu boda, Eva, he tenido que portarme bien. ¡Por lo menos la cara se tenía que salvar! Si no, menuda vergüenza, la madrina delante del cura con la bolsa de hielo en la cara diciendo “No se preocupe, padre, que aquí estamos en la 
prosperidad y en la adversidad, todos los días de nuestra vida” —dice Ana con voz ridícula tomándose el pelo a sí misma—.
  Engulle agua salada durante sus pantomimas hasta que todo acaba con un ataque de tos. Mientras se sujeta al borde de la barca revela a su amiga una cicatriz en el hombro, una de las pocas que Eva no ha visto nunca. Está formada por pequeñas quemaduras, redondas y rosadas. Ana sonríe con gracia, luminosa como siempre, antes de zambullirse de nuevo dentro del espejo de agua. 
  Eva abre la boca para decir algo pero la cierra enseguida. Su amiga consigue reírse hasta de la vida de mierda que tiene. Recién casada y esperando que su marido violento la deje embarazada. Con un trabajo que le gusta pero que tendrá que abandonar antes o después. Aterrorizada porque se acerca el momento en el que estará obligada a quedarse en casa, en su prisión, con un niño del que no quiere saber nada, con un niño que es mejor que no llegue nunca.
  Eva logra abrir todos los botones y se quita el vestido. Al principio siente frío, después alivio. Todos los poros de la piel, en ese momento, respiran con avidez. Coge el velo, se lo ata alrededor de las caderas y empieza a bailar lentamente, balanceándose al ritmo del mar. 
  —¡Esta es la hora del vals, Anita! ¡La hora de la tarta! ¿No oyes los aplausos?.
  Ana le saca la lengua y vuelve a subir a la barca. Tiene la piel de gallina y se seca con su mismo vestido. Sonríe, imaginando la multitud de invitados, la familia, los primos terceros y cuartos, los amigos de los padres, todos borrachos bailando alrededor de una esperpéntica tarta rebosante de nata y fresas.
  —¿Sabes por qué se largan Thelma y Louise? Porque son infelices —murmura Eva mirando la costa. Es una línea suavemente montuosa y gris. La playa no se aprecia tras la bruma.— ¿Sabes que para reconocer que eres infeliz hay que ser muy valiente? No todo el mundo puede mirarse al espejo y decirse la verdad.  Se sientan sobre las tumbonas del patín y cierran los ojos. La barca está ya muy lejos de la tierra firme. El atardecer pinta el cielo y el mar de rojo, no hay una sola nube sobre sus cabezas.
  —Evita, yo me lo he dicho muchas veces. A lo mejor no delante del espejo. Pero me lo he dicho. Y a ti también te lo he dicho.
  —Porque tú eres valiente, Ana. Por eso eres mi mejor amiga. Tú eres mi Thelma.
  —No te pases. A nosotras nos falta el coche.
  —Tenemos esto, que es mejor —dice Eva indicando su medio de transporte—, y nos lleva más lejos.
  —Ellas tenían pistola.
  —Nosotras no, vaya… —Eva hace una mueca, aprieta los labios. Sí, vaya. Pero la verdad es que, en algunas ocasiones, había sido mejor no tener una pistola en casa. Y de todas formas, al final, no la ha necesitado. Con unas pastillas y sus manos fuertes de operaria ha sido más que suficiente.  
  Se levanta suspirando, nunca ha conseguido estar sentada demasiado tiempo. Se da cuenta de que hay una gaviota apoyada sobre la palanca del timón. Es la primera vez que ve una tan cerca. Es más grande de lo que creía. El gran pico anaranjado y las patas palmeadas la horripilan. Sacude con fuerza los vestidos para asustarla hasta que el animal alza el vuelo con un graznido desagradable. Eva, que todavía está impresionada, sigue moviendo los brazos como si volara sobre ella un enjambre de avispas.
  —¡Te pareces a los de Locomía! —dice Ana riéndose a carcajadas imitando con las manos los enormes abanicos del grupo ochentero. 
  Eva se para en seco oyendo su voz. Ama el sonido de su risa, los hoyuelos que se forman en esas mejillas pálidas, la nariz cubierta de pecas minúsculas. Los ojos verdes de Ana parecen pequeños cuando son engullidos por los pliegues de su sonrisa. Sabe que su madre la había llamado así por la 
Karenina. Le parecía, cuando nació, una cosa romántica. Los rusos, los ricos, las historias de amor. Pero Eva está segura de que no había leído la novela antes de elegir su nombre. 
Sonríe y golpea con los pies el suelo de la barca con un ritmo cualquiera, moviendo los brazos y la melena, haciendo danzar los rizos largos y oscuros mientras canta a voz en grito, sacudiendo el velo por encima de sus cabezas.
  —¡...Disco Ibiza loco mía, Moda Ibiza loco mía, Loco Ibiza loco mía, Sexo Ibiza loco mía…! 
  Ana la imita y dan comienzo a un concierto disparatado sobre el patín, en mar abierto. Sólo ellas y los peces, el reflejo de la barca, los grotescos volátiles sobre sus cabezas.
  Bailan hasta caer exhaustas, afónicas y acaloradas. Se desploman sobre los asientos con las manos entrelazadas, la mano izquierda de Eva, manchada de culpa y sangre, con la mano derecha de Ana, manchada de cicatrices y dolor. En pocos minutos se adormilan acunadas por el mar.

  Duermen navegando a merced de la corriente durante más de una hora. El sol se está poniendo, descansa perezoso sobre el agua. Pueden verse ya las primeras estrellas tras la tierra firme. La línea del horizonte se pinta de malva y alrededor de las chicas se extiende una interminable piscina de plata. 
  —Anita, despierta, mira que bonito.
  Ana se levanta de golpe y tarda unos segundos en situarse, se frota los ojos y enfoca la mirada ante ellas.
  —¡Que maravilla! Mira que colores. En el pueblo ni nos imaginamos un atardecer como éste. Has hecho bien en casarte cerca del mar, Eva.
  —Yo quería respirar, Ana, quería mirar hacia atrás y saber que no había nada detrás de mí, solo la arena de la playa. Poder mirar lejos y no ver el final. Quería sonidos así, como el de las olas.
   —Tu querías espacio para escapar, dí la verdad. —Otra carcajada luminosa—. Venga, pásame el fular, que tengo la piel de gallina.
  —Nos podemos tapar con los vestidos. —Eva coge la pequeña montaña de tejidos separándolos en dos pequeños montículos iguales que usan para cubrirse la espalda.
  La brisa salada les irrita las mejillas ya quemadas.Tienen sed y se enjuagan la boca con el agua del mar, escupiéndola. Pueden resistir un poco más, pero ha sido un día con demasiado sol y demasiado viento. 
  —Eva, ¿y ahora qué hacemos?
  —¿Qué quieres hacer? ¿Quieres volver? ¿Tienes miedo?
  —Contigo no. Hago lo que tu hagas —dice segura.
  Eva gira la cabeza hacia su amiga y entorna los ojos formando dos rayitas belicosas.
  —¿Sabes lo que me ha dicho ese miserable mientras salíamos de la iglesia juntos?
  —Si tu padre estuviera vivo con ese no te habrías casado. — Ana acerca su cara a la de Eva. Habla y su aliento húmedo y triste acompaña las palabras muy despacio—. Habría ido a buscarlo con el fusil.
  Eva se imagina a su padre, que le maldice el novio, blasfemando por debajo de su bigote gris. Se lo imagina, como si lo tuviera delante, que la felicita por su valentía y sus muñecas amoratadas cuando la ve salir de la habitación del hotel. Que le dice que ha hecho lo que debía y que sólo tiene que echar a correr.
  —No. Seguro que no me casaba. Qué estupidez escuchar a los demás. Tenía que haberme hecho caso a mí misma. Y a ti. —Eva prende la cara de Ana entre sus manos y dice con los dientes apretados —¿Te acuerdas de Thelma y Louise? Qué libertad cuando se deshacen de sus vidas de antes... Qué libertad degustar emociones de verdad porque ya no te interesan las consecuencias...
   —A la mierda tú y tu libertad, Evita —Ana escupe cada letra—. Pero yo te envidio, ¿sabes? Porque no te importa una mierda de lo que pueda pasar. A mí me da miedo que deje de importarme. 
  Eva se balancea con la barca, está meciendo dentro de sí las imágenes de aquella mañana antes de dejarlas salir de sus labios.
  —¿Sabes lo que me ha dicho el cabrón? Me tenía cogida de la mano, me sonreía, se acababa de casar conmigo delante de Dios y ¿sabes lo que me ha dicho? Ahora eres solo mía. Así, tal cual, con esa mirada de bellaco de cuando quiere pegarme y yo le digo que si me pega otra vez me voy de casa —. Eva se mira las manos por milésima vez. Si pudiera, se miraría sus mismos ojos, para ver qué tipo de huella deja la muerte, para descubrir en sus pupilas lo que queda de Eva después de aquel día.— Me ha llevado a la habitación del hotel después del aperitivo. Decía que quería hablar conmigo y explicarse mejor antes del convite. Cuando hemos entrado se encontraba ya mal. ¿Te acuerdas de su petaca? Anoche la tenía ya en la chaqueta bien llena para hoy. Antes de salir ayer para ir a casa de mi madre a dormir se la terminé de preparar yo a mi manera… 
  Ana la escucha sin decir nada porque no hay nada que decir. Eva había tenido solo que mirarla en el restaurante y antes de que estuviesen todos sentados ellas corrían por la playa.
  —No estaba dormido del todo, solo atontado. He cogido el cenicero y le he pegado en la cara.— Se ve a ella misma escapando por su casa casi todas las noches, escondiéndose detrás de las puertas y dentro de los armarios. No está arrepentida. Se siente sorprendentemente ligera. —Como no estaba segura de lo que podía pasar le he apretado el cuello. Solo que el cuello no es tan blando como parece en las películas. Ha tardado más de la cuenta en dejar de arañarme las manos.
  Sonriendo, aprieta los dedos en las mejillas de su amiga. El cuento ha terminado. El viento le seca el sudor de la frente y se lleva la turbia moraleja.  
  —¿Te acuerdas de Thelma y Louise? No vuelven atrás, Ana.
  —Pues nosotras tampoco.
  —Pues nosotras tampoco.
  —¿Y entonces qué pasa, Evita? Nos buscarán.
  —No por aquí.
  Ana se lo piensa muy poco. Tiene sólo una duda, que es también su único miedo.
  —Moriremos de sed. ¡Será una muerte demasiado lenta!
  Eva se palpa el corpiño de raso, controlando que esté seco. Ningún chapuzón de propósito.
  —He traído una cosa. La tenía escondida en el sujetador. Son las de mi madre.    Las que cogí ayer para meterlas en la petaca de Manuel. Está la caja casi entera—. Saca varios envases planos de aluminio llenos de pequeños comprimidos rosados y se los muestra a su amiga. —Me lo llevé todo por si acaso. Nunca se sabe. Menudo fiestorro de bodas, ¿verdad?
  Suspira, percibiendo una sensación entre la tristeza y el alivio. Sabe que todo va a terminar así, sobre aquella embarcación de plástico. 
  Ana levanta las cejas, arruga la nariz, se encoge confiada en su fular de tela barata que le pica en la piel.
  —¿Que dices? ¿habrá bastantes para las dos?
  —Será más que suficiente.
  Se dividen las pastillas, contando meticulosas. Mastican en silencio, con las bocas torcidas por el sabor amargo que estalla entre los dientes, sentadas en la parte posterior de la barca. Cuando acaban las píldoras se desnudan completamente y se lanzan al agua. Se buscan las propias piernas con la mirada, queda poca luz, pero el mar es transparente. Se ve cada dedo de los pies y el vacío debajo de ellos.
  —Qué mar estupendo tenemos —dice Eva. Sus manos se lavan sin querer, ve nítidamente cómo se despegan las líneas de sangre seca por debajo del agua —. Quién sabe si habría podido venir de vacaciones y traer a mis hijos.  —Yo no he venido nunca, Evita. Y sin embargo vivimos muy cerca…
  Se suben a la barca con tranquilidad, sólo cuando ya están cansadas de nadar. Con un vislumbre de pudor deciden vestirse, luego se peinan la una a la otra con los dedos. Eva se hace una coleta y la sujeta con el velo. 
No quieren ser dos cadáveres cubiertos únicamente con una liga y quemados por el sol, sino un descubrimiento romántico digno de una Karenina. Al cabo de un rato se sientan en la proa, incapaces de mantenerse de pie. 
Las chicas lo saben, desde aquel día o quizás desde siempre. Lo sabían ya mientras se cepillaban el pelo aquella mañana y saludaban para siempre sus reflejos en el espejo. La felicidad y la fortuna no es cosa para ellas. Lo saben desde siempre, que se puede elegir entre la vida turbia que te toca por azar o la revolución. Pero ellas no son suficientemente fuertes para ese tipo de motín. Así que han decidido que ha llegado su día, el que llega antes o después para muchas otras. El día de la protesta, de la venganza, de la redención. Su pequeña y particular declaración de rebeldía que, como todo, como han hecho siempre, desafían juntas.
  —¿Me das la mano como en la película?
  Entrelazan las manos y, como en la película, se besan en los labios. Aquí no se sienten ridículas, en medio de la nada, vestidas de fiesta y con las mejillas cocidas por el sol y la sal.
  —Pedaleemos un poco más mar adentro, Eva.
  —Todo derecho, Ana, hasta que estemos despiertas. Como Thelma y Louise.   



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