venerdì 14 novembre 2014

La enfermedad de Alois A.


 Camina despacio, balanceándose. Alpargates en los pies y una camisa abierta sucia de café. Ella vuelve calle abajo, caminando ligera a pesar del talle y la edad. Un blusón de flores y unos zapatos sin tacones, vestida como sólo la premura te deja, sin tiempo para el espejo o el peine.
 Él se mueve con los pasos del que sabe que en esa dirección está su refugio. Cuando la ve le pregunta de dónde viene, dice que estaba solo y salió a buscarla. Las manos hacia delante, un poco buscando las otras manos y un poco por mantener el equilibrio. Los ojos perdidos a mitad entre los de ella y el aire.
 Ella responde paciente: “Te lo dije que salía y volvía enseguida. Que me esperaras.”
 “Pero tu no estabas”, dice él obstinado.
 Ella, con ese amor infinito que no se destruye ni en los tiempos peores, lo coge del brazo y dice: “Vamos a casa”.
   Se alejan así, agarrados. Pasan a mi lado dejando tras de sí la esencia misma del sufrimiento, el olor a clausura y a sopa, el perfume amargo que fijan las pastillas en las manos. El aliento del amor que viaja en una sola dirección. De las emociones confundidas que viven en otro universo pero no por ello menos intensas. 


 Intento imaginarme, porque ya sé de la vida de otros, como empieza la historia. Él, que nunca olvidaba, pierde recuerdos gota a gota. Él, pacifico y silencioso, que la insulta a empujones. Que un día, sentado en el sofá, se mordisquea las yemas de los dedos hasta hacerlas sangrar. No es el principio del fin. Es el principio de otra vida.
  Los miro mientras doblan la esquina. Y pienso que ser valientes no es lo que nos quieren contar, sino esto. Que lo difícil no es poder ser libres. Lo más dificil, lo más valiente, es quedarse. 

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