Ese perfume
se desvanece entre los dos y los tres años. Y uno se pregunta si tiene sentido
que el sofá y tus mismos brazos pierdan un olor tan maravilloso. Olfatear un
cuello suave y que desaparezca cada gris pensamiento. Todas las casas deberían estar siempre llenas de perfumes neonatales.
Pero después
llegan otros olores. Aquellos de los libros nuevos y de los lápices despuntados.
De camisetas deportivas y de meriendas a medio comer.
Y justo
cuando estabas pensando que preferirías abrazar otra suave criatura que sepa de
crema y fruta, inesperadamente entiendes que ese tufo a pegamento que se escapa
de las mochilas desproporcionadas será rapidamene sustituido por el aroma agrio
de las preocupaciones, de las zapatillas adolescentes, de las sábanas con
coloreados dibujos que apestarán de cerveza y cigarros las mañanas de los
domingos.
Los perfumes
inocentes convertidos en extraños y lejanos. Porque han llegado otros, quizàs el
de los primeros besos, o aquel que sabe a gas y a sangre y entra en la nariz
con la rabia de una pelea.
Entonces te
convences que así debe ser. Que es justo que nuestra casa ceda el puesto a los
nuevos olores que irrumpirán, permitiendo que salga por la ventana el aire lenitivo
que emana un neonato. Esperando sin miedo los tiempos que vendrán, y con
paciencia, presenciar cada nueva ventisca que será todas las veces
sorprendente.
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